VELAS NEGRAS
Desde aquel domingo de
asado que no volví a verla. Todavía recuerdo cuando me fui de casa con papá, llegamos directo a la casa
de los abuelos y estaba lleno de gente. Una vieja de pelo negro, con uñas rojas
me miró ni bien entré y me dio un vaso con agua- Tomá papito, ponelo abajo del cajón del abuelo así cuando cruza no se
queda con sed-, y yo quedé mudo con el vaso en la mano. Me acerqué al cajón
y no llegué a ver su cara, sólo el rosario que tenía sobre las manos arrugadas, dejé el vaso debajo de los
pies y papá me levantó y me dijo que le diera un beso de despedida. Lo besé.
Besé una pared fría, como si hubiera sido la misma pared de casa. Me asustó ver
las monedas de cincuenta centavos que tenía en los ojos, y yo pensé que una de
esas me alcanzaba para comprar un Kínder
Sorpresa en el kiosco de la esquina.
Agarré una moneda y escapé. La señora que atendía me cobró el chocolate como si
fuera un mayor, y olvidé que tenía siete años.
“Kínder
Sorpresa. Atención: juguete no apto para menores de 3 años. Las partes pequeñas
podrían ser ingeridas o inhaladas. Se recomienda la supervisión de un adulto.
Conservar en lugar fresco y seguro. No exponer directamente a los rayos del
sol. Peso neto 20g. Ferrero Argentina SA.”
Me lo comí de un solo
bocado.
Por lo que recuerdo la casa de mis abuelos
tenia forma de chorizo: en la parte delantera un jardín lleno de flores de
todos colores, rosas, jazmines, un limonero, y una ligustrina que cubría el
alambre de la puerta de entrada. Estaba lleno de gente, nunca había visto
tanta, habían hombres que se me acercaban y me decían: - ¿Qué haces pibe? Soy tu tío.- Me hablaban con tanta naturalidad que
me asustaban. Me conocían. Sabían quién era yo. Al costado de la casa había un
pasillo largo que se veía a la casa de los vecinos, y al fondo un jardín largo
con una parra que cubría todo un piso ajedrezado rojo y blanco, un baño con
puerta de chapa azul, un galpón lleno de cacharros y un corral donde había tres
patos, un chancho y una gallina. Me senté allí a darles de comer y los patos se
me acercaban para pedirme migas. Eran tan lindos. – Si, vos debes ser el otro hijo del Goyo. Alimentalas, sí que después
las vamos a cocinar con el guiso de arroz de mañana- Me dijo Lala, la
hermana boba de mi viejo. – Callate,
pelotuda-, le grité con toda la furia de mi corazón y quedé mirándola: me
llamaron la atención los bigotes negros sobre su boca, pensé que se afeitaba,
los pantalones altos por la cintura que la convertía aún más en la hija tonta o
retardada como la llamaban mis
primos.
Salí del corral porque
escuché que una nena lloraba y me acerqué a la entrada trasera bajo la parra
con las uvas verdes que caían sobre mí, me di vuelta y vi como mi tía boba agarraba los patos del
cuello y los mataba con un solo movimiento de muñeca, tan feliz que todos
aplaudían. Y yo, con el cuello dolorido, tragué saliva y me metí adentro de la
casa y vi como una mujer lloraba como una nena compungida, me le acerqué y la
abracé. Lloré con ella. Me abrazó y me dijo que se llamaba Laura, y que iba a ser
mi madrina. No me soltó desde ese momento. – Vení, vamos a conocer a la abuela Esther.- Entramos a la sala donde
estaba el muerto y a un costado, en una mecedora de mimbre estaba la vieja
ciega, con una pierna menos por la diabetes, y susurrando un rosario
contagioso. Me miró con sorpresa, me agarró de los pelos- Sos exactamente igual al Goyo cuando era un nenito.- Susurró y
siguió rezando. A los minutos
entraron dos hombres que me alzaron riéndose y una mujer enojada se interpuso-Suéltenlo. Dejen a ese pibe-, con la
mirada dolida y el ceño fruncido por algún cáncer que la consumía. Era la
esposa de papá y no hay día en que no me pregunte qué hubieran hecho ella y mi
mamá al conocerse, porque eran tan idénticas que me aterrorizaba la idea de que
fueran hermanas gemelas.
Me dormí esa noche sin saberlo y desperté por
los ruidos de las risas de las viejas comadronas que contaban los chistes que
no se podían contar, y yo me reía. Como si entendiera todo. Prendían un cigarro
atrás del otro, después de que los viejos las insultaran por cacatúas, bajaron
la voz y comenzaron a contarlos en susurros, como aquel en que la monja le
pedía el cura que le hiciera dos tajos en la boca para que le entrara todo el
cirio, o el del cura que preguntaba a una peregrina si pecaba y ella le
respondía que sí, hasta por el culo. Y yo reía dentro de ese círculo, me
llamaban la atención las uñas rojas de la vieja tía Carmen, que comenzaba a tirar las cartas a las
mujeres, y seguía fumando incansable- Vení-,
me llamó uno de mis primos, me tomó de la mano, y me llevó al jardín. Los patos
estaban colgados en el alambre del vecino, muertos, con la lengua afuera- Ahora hay que sacarles las plumas una por
una así lo cortan y lo meten al guiso-, contó cómo si fuera algo cotidiano.
Yo sacaba pluma por pluma pero lo más importante fue que mientras todos se
divertían limpiando un pobre animal, yo escuchaba lo que tía Carmen contaba.
Vieja
Quilmes, 15 de enero de 2015
Ahora,
con veinticinco años puedo contarte en voz alta aquella historia que contó la
tía Carmen: Una vieja bruja del barrio, La Olga, había recibido en su casa a
una piba con un bebe en brazos, que le pedía ayuda. La joven dijo que su esposo
había perdido los cinco sentidos mientras pintaba las paredes de la casa y que
lo quería de vuelta. Olga le respondió que lo único que podía hacer era prender
velas negras, y dar una ofrenda a cambio del pedido. Velas negras para pedirle
a los santos del otro lado que vuelva el marido, como sea, pero eso no le
aseguraba que volviera a ser el mismo de antes. Velas negras. La bruja la miró
seria y la muchacha no dudó en entregarle el niño. La vieja prendió las velas,
echó el incienso al fuego, y rezó para que el hombre sanara. Y a los días el
esposo recuperó los sentidos pero no recordaba nada ni a nadie.
Si
yo tuviera las velas negras del mundo entero, para que vuelvas, las prendería.
Todas, mamá.
Esta
noche lo haré, y lo único que tengo para entregar está ciego, postrado y loco.
Te envío esta carta a todas las provincias del país. A partir de hoy
espero a que vuelvas, mami.
Tu hijo siempre. Jesús. BY NACHO ROJO
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