MIERDA
Quizás no me crean cuando les cuente cómo me
di cuenta que era homosexual. Y sobre todo teniendo en cuenta cómo lo vi,
porque fue a través de mi ex novia:
Magdalena Aguirre era una cuarentona que
conocí en una fiesta de “solos y solas” a la que me había llevado mi hermano
Rubén. Era en el Club Palermo, ahí por Borges y Avenida Santa Fe, por supuesto
estaba lleno de personas que cuando las vi pensé que más que solas físicamente,
lo estaban en su interior. Había accedido a ir después de cancelar varias veces
para quedarme viendo los documentales de History Channel, la Historia de
Europa, los Caballeros Templarios, tres masturbaciones al hilo y sueño profundo
de fin de semana. Pero esa vez fue diferente porque no tenía luz en casa, ni
gas, ni nada que me encerrara en el invierno de Julio. Me quedé en la barra
para pedir una copa de vino blanco cuando se me acercó sonriendo y tocándome el
hombro.
-
Estoy sola, estás solo. ¿Por qué no
vamos a coger?- Preguntó sin más.
A
la media hora, estábamos en el telo de
la calle Carranza, entramos con el auto, bajó, me abrió la puerta y me condujo
a la habitación: me apoyó contra la pared, me rompió la camisa, comenzó a
besarme el cuello con fuerza, me mordía, me puso de espaldas y me chupó todo lo
que había disponible. Juntó mis manos y las ató con no sé qué, tapó mis ojos
con las manos, y me tiró en la cama. La tenía encima, apoyándome sus tetas
blancas rosadas en mi espalda, su respiración sobre mi oreja me excitaba, pero
al mismo tiempo me preguntaba si en verdad era una mujer. Chupaba los lóbulos
de mi oreja, movía su cintura sobre mi trasero con un swing que ni yo tenía. -
¿Cómo se siente ser la mujer?- Susurró y me di vuelta, la embestí y me la cogí
sin darle paz.
Estuvimos
así, jugando durante muchos años, como cinco: yo era la mujer, ella era el
hombre. Pero en la relación cotidiana no, nos veíamos durante la mitad de la
semana y los fines de semana siempre y cuando sus cinco hijos adolescentes se lo permitieran.
De a poco comenzaba a conocerla porque siempre decía que no quería contar nada
de ella porque sabía que iba a terminar alejándome. “Estoy maldita, Luis, y si
te cuento te cae la maldición.” Y como no soltaba palabra, comencé a
investigarla como buen abogado que soy; Tenia una cuenta con millones de pesos
de la aseguradora por la muerte prematura de su
primer y único esposo, también la herencia de los padres que habían
muerto al mes que su marido, y a cargo un sobrino porque su hermano y su cuñada
habían muerto del mismo modo que todos: accidentes de tránsito después de
haberla visto. “Ir a verla sin el auto”,
concluí y comprendí a lo que se refería.
Una
sola vez fui a la casa, porque estaba tardando demasiado y me hizo pasar. Era
una casona antigua del barrio de Monserrat, tenía diez habitaciones entre sala,
comedor, y cuartos de descanso, dos baños y una toilette, yo por dentro no
entendía como una mujer con la vida acomodada podía creer que estaba maldita.
La sala parecía estar ordenada, pero cuando di unos pasos me encontré con seis
jóvenes comiendo como animales desaforados en la mesa que me miraron rabiosos
con los colmillos afilados como si estuviera por quitarles la comida. – Estoy.-
Dijo saliendo del baño acomodándose los pelos negros ondulados y se le
abalanzaron los seis pibes sin soltar los platos para preguntar qué iban a
comer a la noche.- Se la pasan rompiendo las pelotas con “qué vamos a comer”
con comida en la boca. ¡Mierda va a comer, pendejos! ¡Me tienen patilluda!
¿Patilluda? ¿Hacía
cuánto que no escuchaba ese término? Mi vieja hablaba así cada vez que con mis
cinco hermanos la volvíamos loca. Nunca supimos qué significaba con certeza,
pero entendíamos que debíamos dejar de
joder un poco porque se armaba la gorda, se
sacaba la chancleta y empezaba a darnos en el culo. Esa noche nos fuimos a un
hotel que ella misma reservó, el Hilton de Puerto Madero. Una habitación con
jacuzzi, vista al río y una mesa con degustación de dulces. Una vez más hizo
toda su apertura masculina que me enloquecía, pero esa vez me vendó los ojos,
me ató los pies y me hizo arrodillar en la cama, puso en mi nariz algo que
identifiqué como un frasquito y olía a poxipol, me untó el trasero con gel,
sentí que mi cuerpo era envestido por un calor avasallante, mi corazón bombeaba
tan rápido que no pude negarme a que me penetrara con el consolador tamaño
estándar que me ocupó un lugar en el cuerpo que siempre me había faltado.
Eyaculé con los primeros tres movimientos que hizo. Me sacó la venda y
cagandose de risa me dijo “¿Te gustó, eh?”, tirada en el sillón de un solo cuerpo,
relajada y con las piernas abiertas como si fuera un “macho cabrío”. Me excedí,
le pedí que me desatara enojado, se sorprendió y cuando lo hizo, la agarré de
las espaldas y le di del mismo frasquito. Me la cogí por horas fingiendo no
querer que me volviera a penetrar una vez más.
La última vez que nos
vimos, también había sido en el mismo hotel. Esa vez había cuchillos, velas
negras, un consolador tres veces más grandes del que había usado la primera
vez, un látigo, esposas y una mordaza. Me tenía en cuatro con la mordaza y las
esposas, sacó un sobre de la cartera con cocaína, y aspiró una línea con una
tarjeta de crédito. Me hizo aspirar otra vez ese líquido del frasco amarronado,
y me relajé por completo, estaba por empezar a penetrarme y sonó el teléfono.
Atendió en el baño, escuché insultos, golpes en la pared. – La niñera que
cuidaba a los chicos se murió. Se cayó por la escalera.- Dijo conteniendo la
ira.
Fuimos hasta la casa lo
más rápido que pudimos, de todos modos estábamos cerca de Puerto Madero a
Monserrat eran diez minutos, llegamos y los hijos estaban en la sala jugando
envueltos en papel higiénico, otros tiraban saquitos de te mojado a los
ventiladores, gritaban todos qué vamos a comer. La niñera estaba en el balcón
con un grupo de amigos, fumando porro y tomando las cervezas importadas que
Magdalena había guardado para su cumpleaños. Qué vamos a comer. Se escuchaba.
Uno de los más grandes la miró soberbio y le dijo “¿Te gustó la broma?” Dimos otro paso más y la cocina estaba llena
de ollas con comida quemada, fideos por todos lados, leche derramada, restos de
embutidos. Su expresión cambió por completo, sus rasgos de dureza habían
desaparecido y adoptó un aura de paz y tranquilidad. Le pagó a la niñera, puso
la mesa de la cocina, “ahora van a comer”,
se fue al baño con los platos y volvió. Se sentaron todos en la mesa y,
yo parado en el marco de la puerta vi con claridad, cuando les sirvió los
platos. No creí.
-
Mierda van a comer. ¡Pero se la comen
toda!
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