AVE
La humedad penetraba todo: la veía en el asfalto mojado,
en mi respiración, los edificios que se descascaraban,
como si estuvieran sudando y en los vientos calientes que despedían los aires
acondicionados. Veía personas que, caminaban tomadas de una soga
invisible, que permanecía atada en las
puertas de sus casas, y que avanzaban por el impedimento de la saturación del clima.
Caminé por Scalabrini Ortiz, yo también tomado de mi soga, amigándome con las
gotas de sudor que recorrían mi espalda, como un manantial. Y me faltaban más
de siete cuadras aún, cuando pensé en mudarme a un lugar donde hiciera frio
todo el año, o no existiera el sofocamiento. Observé al instante que la gente que me
cruzaba me miraba frunciendo el ceño y murmurando por lo bajo cómo era posible
que fume con el calor que hacía. Y fumé igual. No podía evitar pensar, además,
que el humo de mi tabaco encendido también tenía una soga de la cual estaba atado
y se dirigía hacia arriba.
Atardecía rojo. Crucé
la calle sin morir, un auto frenó frente a mí, saludé con la mano sin saber por dónde continuar;
Presioné sin querer el reproductor de música de mi teléfono y sonó The Sinner,
de Isaac Delusion, cuando vi, parada a los pies de un árbol, un ave. No supe
qué tipo de ave era. ¿Por qué no sé nada de pájaros?, me pregunté mientras me
agachaba a verla. Tenía un ala rota, y me pareció que me la mostraba. Y que me miraba tan
profundo que podía percibir en mi cuerpo el dolor de su ala rota. “No puede ser”,
pensé. “No puedo dejarla acá morir. ¿Qué carajos hago?” Tiré el cigarro, la tomé en mis manos y quedé parado.
Casi lloré. Me la acerqué a la oreja y no oí nada. “¿Qué se hace con un ave que
está ahí, en medio de una calle de una ciudad y habla?” No había nadie.
Estábamos solos. “No soy tan fuerte”, pensé. Y comprobé que si yo tuviera alas
en mis espaldas se caerían de la tristeza al ver el pico del ave que moría en mis manos. Me asusté. No soy tan fuerte,
bebé, le dije. Caminé con miedo, con miedo. Sus ojos se movían lentos, si, también
tenían una soga atada en las puntas de sus párpados, que la usaban para bajar y
subir. Abrió su pico y emitió un sonido. “Si existe el idioma de las aves me
gustaría aprenderlo”. Cerró sus ojos, le toqué el pecho con la punta del dedo
índice y despertó. –Agua.-Pensé. Y yo
no tenía. Avancé una cuadra más y el quiosco estaba cerrado, pero encontré que
el local de narguiles estaba abierto. Allí dentro, un árabe de unos ochenta
años, sentado en su sillón de plástico blanco observando la nada, con la
manguera de la pipa en la boca, me miró y me habló en su idioma. Le tendí ambas
manos con el ave, me miró como si fuera mi padre,- Fala almawat-, me susurró y se levantó para tomar su soga e ir en
búsqueda de agua. – Agua- Dije con la
boca seca. La trajo en una tapa de botella y le di agua al ave. Bebió de a
sorbos, y después de cada picoteo volvía su cabeza hacia mí, “¿Me está
mirando?, se acurrucó cansada en mis
manos. Dejó caer sus alas sobre mi palma, y encontré la calidez de sus alas en
el músculo de mi dedo pulgar. Miré mi reflejo en uno de los espejos mi cara cansada,
y noté que tenía un peso en la espalda desconocido. Me sobresalté, y pensé que tenía alas. Toqué el pecho del pájaro y reabrió sus ojos. El
árabe me acompañó hasta la puerta y cuando tocó mi hombro, supe que él había notado que yo estaba desesperado
por salvar a ese pajarito. “¿Qué mierda hago? ¿Cómo se pide ayuda a una especie
superior que no habla el mismo idioma?”
–Podrías ir a la veterinaria que está aquí a la vuelta- Dijo con la
r resbaladiza. Pensé en su “r”, que también usaba una soga.
Anochecía y la brisa
que comenzaba a levantarse y a avivar el calor del cemento me decía que alguien
estaba abriendo las puertas del corazón de la Tierra. ¿Qué mierda estaba
pensando? Ni yo entendía lo que hacía. Y me lo pregunté una vez más cuando quise caminar más rápido
pero mi soga me lo impidió.
El local de veterinaria era más chico que un quiosco.
Tenía una puerta de vidrio con peceras, estaba repleta de pájaros en sus diminutas
jaulas una junto a la otra. –Las abro-
Susurré, pero el olor a comida
balanceada me distrajo; se quedó en mi nariz, estornudé y cuando miré mis manos
el ave estaba con los ojos abiertos y el pico tembloroso, me pareció que estaba
por decir algo pero no le alcanzaba el
aire para hacerlo. Escuché los ladridos de los perros cuando la veterinaria
salió arrastrando sus pantuflas, tomada de su soga con la punta de sus dedos:
una mujer de cincuenta años, rubia crespa despeinada, con la piel extraña y los
labios rojos, Me miró y con su voz de bruja me preguntó qué quería. Le tendí
las manos con el ave.
– Bueno si querés sanar a tu pajarito son quinientos pesos. Doscientos la
consulta más trescientos del antibiótico y no te puedo asegurar que se salve.
Si me la pasara salvando a todos los pájaros de la ciudad me fundo, nene.-
Y sonrió. ¿Cómo pudo? Fruncí el ceño pensando que era un tonto. Tonto por
pensar que un veterinario me ayudaría a salvarlo por el simple hecho de hacerlo
y doble tonto por creer que esa ave era la única del mundo. Me miró esperando a
que sacara la billetera. – Vieja de
mierda.- Le dije y me fui.
Quedé bajo el toldo de
algún local, cuando miré mis manos y el
ave estaba muerta. El silencio vino a mí:
el ave tenía el cuerpo blanco, pensé que seguía respirando y me la acerqué a la
oreja pero no. Su pico estaba apenas entreabierto, se lo cerré. Le presioné de
nuevo el pecho y nada. ¿Qué estaba haciendo? La dejé a los pies de un árbol,
tapada con unas hojas que arranqué. Un zumbido me ensordeció y al instante vi
los impactos de las aves del cielo romper los cristales de los autos, vi cómo
teñían de sangre la calle, los gritos de los vecinos saliendo a cubrirlos con
las telas que tuvieran a mano. Si, aves. Cayendo en picada sobre todo lo que
existía. Llenando la ciudad de sus cuerpos muertos, impregnado todo de un olor
podrido nauseabundo. Grité. Miré al cielo de costado, y las nubes habían
terminado de comerse a las estrellas.
Caminé entre las aves
muertas maldiciendo todo lo que existía.
Llegué a mi casa y me desvestí en el pasillo. Tiré la ropa en el canasto del
lavadero. Me desnudé. Presioné mi pecho con la punta de mi dedo y sentí calor. Metí
mi cuerpo a la ducha, dejé que el agua caliente me quitara el frio. Creí que
escamparía, salí al balcón, encendí un cigarrillo y una parte de mí me advirtió
de la fragilidad de la vida, que temiera a la idea de que me podría suceder lo
mismo, morir en manos de alguien mucho más grande que yo mismo.
Desnudo y desesperado fumé
otro cigarrillo, mientras veía cómo los basureros sin soltar sus sogas levantaban
los pájaros muertos. Quise salir volando por el balcón y atar una sábana enorme
de las puntas de las nubes para no escuchar más el ruido de la muerte y que las
aves cayeran allí dentro pero me venció el cansancio. Quedé embadurnado de
calor y me reí de la inutilidad del
trabajo que hacían porque la tormenta no paraba. Me dormí parado. Desperté por
un sonido que venia del cielo, que confundí con el sonido de la luz en medio
del tiempo muerto, que y hacía mover todo. Vi que del techo caía
agua. Cerré las llaves de paso, miré hacia afuera y vi la imagen de un niño reflejada
en el vidrio del ventanal. Era un niño de unos doce años con gafas negras y que
estaba ahí en la puerta abierta de mi departamento, sin decir nada, con las
manos en los bolsillos y respirando extraño.
-
La
tormenta no va a parar.- Dijo. Quedé en silencio sin
preguntarle qué hacía en mi casa y sin importarme que me viera desnudo. – Mi mamá me pregunta si a vos también te
pasó.
-
Si,
llueve solo adentro,- Respondí mientras caminaba hacia la
cocina.-, ¿Por qué no viene ella a
preguntar?
-
Porque
no sabe cómo.
Caían gotas como si
estuviera lloviendo, pero afuera, afuera sólo llovían aves. Puse unas cuantas
ollas y cuando me agaché sentí que un dolor me recorría toda la espalda. El
niño se me acercó, me miró y cuando quiso tocarme, me levanté y fui hacia mi
cuarto. Entré al baño, me puse lo primero que encontré y respiré.
-
¿Por
qué usás gafas si ya no existe el sol?- Pregunté mientras me
vestía.
Hizo silencio y levantó
los hombros. Puse unas ollas en otras goteras pero aun así no era suficiente,
el dolor de mi columna se intensificaba, yo comenzaba a fastidiarme y el niño
jugaba con el agua. El edificio vibró,
supuse que alguien quiso sacar el techo de mi sala. Corrimos a pararnos bajo
los marcos de las puertas, creí estar en un sueño, un sueño de mentira, pero
no. El dolor volvió a tumbarme, el niño volvió a ayudarme pero no se lo
permití, corrí hacia el espejo y lloré.
-
Acepta
mi ayuda- Gritó el niño mientras el polvillo de los escombros nos
envolvía.
-
No.-
Grité. Me puse una sábana en las espaldas y quedé ahí.
Escuchamos ese zumbido de
nuevo. Nos acercamos a la ventana y vimos cómo los basureros corrían hacia
diferentes lados de la calle, los asfaltos se rompían, el sonido cesaba y
nosotros inmóviles mirándonos sin pronunciar palabra. La columna que estaba en
medio de la sala cayó, golpeó al niño,
fui a socorrerlo, y se levantó pero sin sus gafas: tenía los ojos de un pájaro.
Abrió su boca y habló en el idioma de
las aves. Quedé mudo. Percibí a lo lejos gritos que venían de otros
departamentos, vi personas que corrían por las calles desesperadas, dejé caer
la sábana que colgaba en mi espalda y le mostré mis alas. Eran de color café
con leche, llegaban al piso, y las elevé por encima de mis hombros cuando vi,
que desprendieron la cubierta de mi casa. El cemento crujió como una galletita
de agua y no dudé: corrí hacia el balcón, cerré los ojos y me lancé. Se me
amordazó la mente para siempre y descubrí que para volar no la necesitaba. Volé,
volé tan alto como pude y desde ahí vi como todos se convertía en aves. Algunos
se emplumaban al instante, otros se aterrorizaban al verse, algunos querían volar
pero no podían y otros, muy pocos, se divertían al hacerlo. Miré hacia el
cielo, y no pude entender qué sucedía, caí en picada sobre un auto y ya nunca
más pensé en cómo iba a hacer para pedirle ayuda a una especie superior que no
entendía mi mismo idioma.
Comentarios
Publicar un comentario