NIEVE NEGRA
-Sombra que se para delante mío, me mira con sus ojos
blancos saltones, su boca, curtida por el viento infernal me penetra el alma.
Cierro los ojos y está lejos, parada junto a un árbol. Se sostiene del tronco,
se relame los labios y me muestra su lengua cruda. Escucho el sonido de su
saliva, el asco me produce piel de gallina. Inmóvil. Cierro los ojos y está
otra vez más cerca. Avanza en cada parpadeo que doy y me prometo, desesperada,
que no volveré a parpadear, mi boca como una herida cicatrizada. El cielo es
negro azabache y me invade como si se fuera a caer sobre mí. Me caen
lágrimas sobre las mejillas que se
convierten en nieve, noto que mis manos están atadas sobre mi pecho.
Entumecida. La nieve sigue tapándome y atándome al suelo con raíces esqueléticas. La sigo viendo y sonríe fingiendo inocencia,
sus ojos bobos me aterrorizan. Sus manos blancas como la luz, abren su túnica
negra y polvorienta y veo una sombra más
pequeña junto a él. Susurra palabras. Aturdida. Caigo rápido en un mar de clavos. La sombra se ríe de mí.
Escucho gritos del más allá. Aullidos rojos de sangre. Alas de ángeles desparramadas
por todo ese lugar…Y allí despierto.- Se lo conté a mi esposo Samuel y me miró con el ceño fruncido y al instante se
rió para desdramatizar.
- Dale, “sombra”- Bromeó, mientras me
abrazaba.-, ve a atender a tu paciente y comenzamos a armar las valijas.
El
paciente comenzó a hablar de la misma historia que no podía ni quería dejar
atrás, hacía tres sesiones y cuando miré por la ventana del consultorio, noté
que la sombra estaba allí, parada y sostenida del árbol mirándome con sus ojos
saltones y me aterroricé. - ¿Doctora
está bien?- Me preguntó el hombre y yo, volví a mirar hacia afuera y no había
nadie.
Esa misma noche partimos desde Buenos Aires hacia
Canadá, al pueblo donde había nacido y crecido mi esposo, junto a mis hijos Joan de doce, Mía de seis y mi sobrino
Nicolás de trece. Y nos hospedamos en la casa de mis suegros porque los niños querían
experimentar una navidad en invierno y además tendrían un espacio dónde poder
jugar en la nieve. La casa tenía una pequeña pista de hielo natural, un jardín
para armar muñecos y hacer angelitos en el piso. Durante el almuerzo recibimos
visitas de amigos de la infancia de Samuel,
abrimos los vinos argentinos para la comida y fue allí cuando concluí en que había
enloquecido: entré a la cocina y vi que
La Sombra estaba parada impoluta, tarareando alguna canción, con sus manos
muertas y su humeante olor a azufre, abriendo la botella, pero volví a abrir
los ojos y era uno de los hombres de la
casa que estaba de espaldas. Desconfié. De todo. - ¿Quieres vino? Es Malbec.
Salí a
fumar un cigarrillo, mientras los niños corrían por el jardín, se arrojaban
bolas de nieve y no faltó Mía, llorando
a los gritos por el golpe que le había dado Nicolás, el travieso de la familia.
- ¡Vengan!-
Gritó mi suegra, con la caja de patines en las manos.
- Deben tener cuidado,- Agregó cuando me dio
la caja.-, si se caen debajo de la pista de hielo se pueden morir, duran unos
segundos con vida debajo del agua. No podrían ni rescatarlos.- Y yo quedé
pálida.
- ¿Escucharon
no?- Pregunté nuevamente y los niños rieron.- Así que patinen despacio.
A las horas, noté que ya no estaban allí, no
quise desesperarme, fui a la entrada y tampoco estaban. Recorrí las
habitaciones, volví a salir y pensé en el garaje. Entré por la puerta de la
sala y vi a uno de los niños: estaba cubierto con una manta negra, de espaldas
a mí y no pude hablar. Avancé dos pasos, continuaba
inmóvil, y cuando lo tuve enfrente me asustó. Era Joan, con una linterna
en la cara y a punto de contar sus cuentos de terror en la tienda de campaña
que habían armado para pasar la noche. Lamenté no saber conjuros mágicos para
alejar a esa sombra que me perseguía.
Aquella noche no dormí por el jet lag y el
miedo a volver a soñar con La Sombra. Por eso me levanté antes que todos, puse
a calentar el agua para hacer unos mates y
aproveché a preparar el pavo para el almuerzo, junto a mi suegra. –
Feliz Navidad para todos.- Dijeron los niños, abrieron los regalos, escuché que salieron los tres corriendo hacia
el patio trasero y, unos segundos después, el grito terrorífico de Mía. Salí a
ver qué le estaban haciendo y palidecí: La Sombra estaba allí, sonriente, con
mi hijo de la mano. Mi cuerpo comenzó a sudar hielo, quedé inmóvil, Joan estaba descalzo sobre la pista y saltaba gritándole a su hermana, Nicolás le
pedía a gritos que dejara de hacerlo y
di un paso más cuando vi como La Sombra se multiplicaba. Vagaban por todo el
jardín dejando sus patas negras sobre lo blanco
y una se me acercó, me besó la frente y
escuché el sonido crujiente del hielo resquebrajándose, la mirada de mi
hijo que desaparecía lento hacia las aguas del inframundo, mis pasos cortos que
me llevaron al piso por culpa de la nieve derretida que había en la entrada a
la puerta y caí. Grité, me levanté como
pude, caminé dos pasos, las risas de las sombras me desconcentraron, respiré.
Esuché un zumbido que me desequilibró.
Sentí un golpe de luz blanca en mi rostro y al instante, vi mi mano metida en el agua, sentí que salí de
mí y que lo que quedaba de mi cuerpo lo pinchaban con mil agujas. Otro golpe de
luz blanca que me encegueció. Vi a mi sobrino Nicolás que se arrastraba por la
nieve negra. Tercer golpe de luz blanca que me adormeció, tan profundo como si
me hubiera caído al fondo del mar.
Desperté
agitada, mientras un paramédico me colocaba una manta isotérmica y me llevaba
hacia la ambulancia. Me saqué el barbijo, pregunté cómo estaba Joan y nadie
respondió. Vi a lo lejos a mi esposo, hablando con un doctor, las luces de las
ambulancias me enceguecían. Miré hacia la calle y vi como La Sombra se iba
silbando y con la cabeza gacha, y la nieve iba recuperando su pureza a medida
que ésta se alejaba.
Subió mi suegro a la ambulancia, me preguntó
con lágrimas en los ojos “¿Cómo hiciste?”,
y yo lo miré desconcertada.
-
Quizás basta con que nos digan que no podemos hacer algo, para
comprobar que sí.- Agregó el paramédico sonriente y lleno de luz.
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