VIENTO
Mi sobrino Milo no
me lo contaba, pero yo lo sabía al verlo cada vez que se levantaba por la
mañana y se sentaba a desayunar: desde que era un bebé soñaba con su madre, la
veía vestida de plumas, volando en medio de un cielo blanco sin nubes y sin
celeste con alas infinitas. La observaba desde aguas que cambiaban su color a
cada instante, ella le tendía la mano, le sonreía y cuando lo estaba a punto de
llamar por su nombre, el cielo tenía nubes oscuras, las plumas se le caían del
cuerpo y derramaba sangre, y la veía caer lento y desnuda hacia el vacío.
Cuando yo le tocaba la cabeza se le olvidaba el amargo recuerdo, y sonreía.
Y yo, me la pasaba
sintiendo ese sueño en mi cuerpo, parecía que me recorría cada parte de mi
cuerpo físico, ahondaba el dolor en mis huesos porque la madre que le faltaba a
él también me faltaba a mí. Y resentía. Resentía todo el tiempo. Y nadie sabe
lo que es. Volver a sentir todo el tiempo lo mismo se convirtió, a lo largo de
los años, en un dolor de huesos. Cada pensamiento relacionado a eso, lo atribuía
a la divinidad de la vida, pero no era positivo. No sabía cómo desapegarme de
aquello que había sucedido hacía, hoy, diecinueve años. El sufrimiento se había
convertido en dolor, y había desaparecido una parte de mí porque pesaba quince
kilos menos en cuestión de meses; mi mirada se había fijado en el pasado y en
la oscura pregunta de qué había sucedido. Nunca obtenía una respuesta, nunca
nadie podía decirme qué había sucedido ese mediodía ni médiums, ni brujas, ni
chamanes, ni reikistas. No encontré, por veinte años la respuesta. Lo último y,
lo que jamás me animé, fue a hacerlo por mi cuenta. Debía encerarme en mi casa,
solo, un martes o un viernes, cubrir de sal todo el terreno, limpiar la casa
con vinagre e invocar ciertos símbolos pero me pareció una locura. Hecho, que
con el paso de la vida, me di cuenta de que era mayor el miedo a desarrollar mis dones a que pudiera
observar una nueva realidad de todo aquello que había sucedido.
Me olvidaba de eso
cuando iba a la casa de “El bizco”, que siempre me esperaba con porros y
cerveza holandesa. Mirábamos una peli y al otro día no recordábamos nada, tomábamos
unos mates en el jardín del fondo de su casa en Chacarita sin hablar mucho y yo
me volvía en la bici. En el camino pensaba en los papas de él, y me preguntaban
si estaban vivos, qué relación tenía con ellos porque nunca, desde hacía quince
años que nos conocíamos, los había nombrado. Hasta que un día le pregunté, me
miró y me dijo “Y yo pienso que en la casa de campo que tienen en Córdoba, cultivando
naranjas, fumando hierba “de la buena” a escondidas. No son gente que cuente
que fuma porro. Y si estoy seguro que ellos están todo el tiempo extrañando las
épocas hippies de Buenos Aires. Pero no tengo relación con ellos, son dos seres
humanos que vinieron a la Tierra pero no para tener hijos. Vos los mirás y
parecen dos pibes adolescentes que están todo el tiempo tocándose a escondidas,
besándose y haciendo el amor. Es como si hubieran prestado sus cuerpos para la “divina
creación” pero no para ser padres. ¿Entendes?”, lo miré en silencio. Y quiso
seguir descargando, no quise seguir escuchándolo, pero no me salieron las
palabras porque tenía la boca seca. “Es difícil crecer en un mundo que siempre
te pide que seas padre, o madre. Fue complicado venir a recorrer este mundo sin
nadie. Ojo, no me victimizo, sólo digo que crecí sin viejos y eso me obligó a
aprender sin nadie atrás. Mi abuela estaba pero no como madre, como abuela,
pero estaba re limada. Hablaba de cosas que nunca entendía. En fin, la cuestión
es que no hablo de ellos porque no los tengo en lazos de amor, pero si físicos.
Va, ni siquiera, porque no nos vemos nunca. Tu sobrino Milo, es un campeón,
pensá que a él también le pasó.”
Esa fue la última
vez que lo vi. Porque pasó a contarme algo que yo ya sabía y la distracción de
todo mi mundo interno explotado ya estaba latente. El bizco, había dejado de
ser mi escape. Recibí sus llamados, leí sus mensajes, pero nunca le respondí.
Me la pasaba leyendo
a Pizarnik con sus oscuras letras plantadas en una pared blanca como la locura.
Comencé a empapelar con su antología todo el pequeño cuarto de estudio. Me
sentaba en una silla, a mirar los arboles del patio trasero y así se me pasaba
la vida. No sé a qué esperaba puntualmente pero si llegaba que llegara por la
puerta y en forma de buena noticia. Al llegar la noche escuchaba la llegada del
silencio ingresar por la rendija de la ventana y me dormía prometiéndome que al
despertar, olvidaría mis sueños para siempre.
-
Tío,
buen día. Te dormiste sentado.- Me decía Milo, cada vez que llegaba al
amanecer.
-
¿Cómo
estuvo el trabajo?- Pregunté para evadir.
-
Tranquilo.
Una guardia tranquila. ¿Qué hacés acá? El lugar está frio. Vamos a tomar unos
mates y me duermo.- Yo, por dentro, sabía que era hora de hablar.
Siempre antes de
tomar mate, posaba mis manos sobre el fuego, después ponía la pava y mientras
armaba el mate él iba trayendo el jamón y el queso para su sándwich de todos
los días.
-
Estás
callado hace meses. ¿Estás en algún tipo de ayuno? ¿Meditación?- Me preguntó al
pasar.
-
No. No
tengo nada para decir.- Agregué.
-
¿Otra
vez? Pensando en ella.
-
Nunca se
deja de pensar en un hermano muerto.- Me escuché resentido.
-
Lo sé.
Pero la vida es así.- Agregó sin despegar sus ojos de los míos. Llegué a verle
el alma.- Y si sucedió eso fue porque todos elegimos y tiene un efecto.
-
Yo te
mentí.- Y miré hacia abajo.
-
¿Cómo?-
Puso el jamón en el pan y agarró el mate que le di.
Pude contárselo. Con
tantos detalles como siempre recordaba:
Ese día recuerdo que recordé que había soñado
que estaba en un aeropuerto, de traje, que veía por los vidrios cuando
aterrizaban autos en vez de aviones, que las personas de atención al público
tenían ocho manos, que yo era un hombre reconocido mundialmente por mi mayor
descubrimiento, la inmortalidad y que una persona sin sexo distinguible me
apuñalaba en el costado y se iba caminando apacible. Me socorrían personas
mientras yo estaba en un mar de sangre y de pronto la gente desaparecía. Por
supuesto, ese día tuve el dolor en las costillas izquierdas durante todo el día.
Me levanté porque Milo lloraba en la cuna, con siete meses, mi hermana, su
madre, me daba indicaciones de cómo calentar la mamadera y se maquillaba frente
al espejo del baño. La observaba dormido, casi desnuda, por vestirse con el
vestido azul y rojo hasta la rodilla. Puse la leche a hervir, cuando olí a
quemado, noté que eran las tostadas. Las saqué, me quemé, mi hermana me dio un
beso en el cachete, puso la leche en la mamadera, se la dio al bebé y puse pan
nuevo a tostar. - ¿Estoy presentable así? Yo pienso que me contratan si me ven
con este vestido de mamá. Doy a ejecutiva. Me faltan los tacos. Acordate son 3
mamaderas para Milo en el día- Fue a buscarlos, se los puso y era idéntica a
nuestra madre. – Estoy lista.- Escuché que dijo, la miré y nos sonreímos, me di
vuelta a sacar el pan a tiempo y cuando volví a mirar ya no estaba.
Puse el pan en la
cesta. Escuché que el nene lloraba y fui. La llamé. Pero no respondió. –Esta boluda
se fue y no escuché la puerta- Pensé y le puse la mamadera en la boca, ahí noté
que las llaves estaban en la puerta, que su cartera sobre la mesa, al igual que
su carpeta con los curriculums. Mis
llaves, sus llaves, su teléfono todo sobre la mesa. ¿Dónde estaba?
Preparé a Milo, lo
monté en mi chiringuito, y fuimos a dar una vuelta por el barrio. Eran las diez
de la mañana y no había mucha gente más que los dueños de todas las cafeterías.
Parecía domingo pero era martes y el cielo estaba esplendoroso. Quedé perdido
en el tiempo y en el dolor de costillas. Paramos a tomar un café, le compre una
galleta sin saber que no podía comer y el camarero me sonrió con ternura. Quise
preguntarle si había visto a mi hermana, pero temí que me creyera un
desquiciado. Volví a casa, estaba su ropa, estaban sus cosas impecables en su
habitación como siempre pero ella no. No quise desesperarme. Me mantuve serio.
Profundo. Ya eran las tres cuando le di otra mamadera al bebe y nos fuimos a la
comisaría.
Me atendieron primero
porque estaba con mi bebe en el chiripá. Un policía canoso, de barba blanca y
mirada negra preparó los papeles y me pidió el documento de identidad. Comenzó
a llenar una planilla. -¿A qué domicilio se quiere mudar?- Preguntó.
-
No,
disculpe. No vengo a cambiar domicilio. Si a denunciar una desaparición.
-
Bueno, dígame.
Lo escucho.- el viejo se cruzó de brazos, pero no le daba la panza para
agarrarse las manos.
-
Estábamos
desayunando y cuando miré ya no estaba. Desapareció. Se esfumó.- Al otro día tenia
a todo un escuadrón de policía en mi casa, buscando a mi hermana por todos
lados, moviendo la tierra de mi jardín para quitarse las dudas de que yo la había
matado y enterrado allí.
A la semana apareció
una asistente social, que me ayudó con las prácticas de crianza de un bebe. Me
enviaron a llenar formulario tras formulario y al final del mes recibí un
cheque como subsidio del Estado. No había entendido por qué. Unos meses después
me había decidido comenzar a buscar ayuda en personas con poderes psíquicos y
todos me decían que no la veían; que siempre tenían visiones pero que no la
encontraban en ningún lugar, ni viva ni muerta. Cada vez que me respondían eso yo caía en el
recuerdo de esa mañana, y el vacío profundo de ese silencio que me invadió
hasta la última uña del dedo gordo del pie. El vacío de su ausencia fue la que
permití que me sentara en un cuarto oscuro, hoy en día. Fingiendo no saber que
espero un poco a la muerte. Un poco. Hay días donde pienso en morir para saber
qué le pasó, dónde está…esa pregunta de mierda, hace treinta años que me
recorre los huesos; y otros momentos en los que me siento pleno, con mi
trabajo, con mi estudio de las letras. Válgame la vida, hijo, fue cómo si el
viento se la hubiera llevado a su reino. Un viento maligno que pone escarcha
sobre la piel de tus centros, que te enfría y te da amnesia, vacío y cáncer.
Respiro para no pensar. En un segundo, viento maldito, tan fugaz se lo llevó todo
dejando un recuerdo ausente…hasta su perfume evaporado, su última silaba de lo
que dijo…comió todo. Como si fuera el fuego, pero peor, porque ni se deja ver
el desgraciado. Se llevó a tu madre. Di algo, por favor, hijo.
-
Si fue
el viento maligno, no pienses más. Yo la he encontrado por donde mire.
Esa noche como una
bruja disfrutando de la luna, no dormí. Quede cortando libros, pegando frases
tras frases como si fuera un dadaísta, me lastimé las yemas con el filo de los
libros nuevos, me miré sin cuerpo más solo mi poder. Me dejé ver en silencio
sin resaca ni elixir. Veloz como un relámpago crudo que tirita miedo,
construyendo en su paso un nuevo cielo. Un nuevo mundo.
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